19/04/2024

ESPACIOTECA

Educación

Medialunas

5 minutos de lectura

“Sí, esta buena la ‘peli’. Tiene muchas escenas de luchita, como las que te gustan a vos”. Esto me dice una amiga, en pleno desayuno en el Sorocabana. La “peli” de la que habla es El retorno del rey, la culminación de la trilogía de El señor de los anillos, de Peter Jackson.

Suelto, una vez más, esa idea romántica y anacrónica sobre lo atractivo de la guerra. Un hombre debería poder morir en una carga de caballería. Ella se ríe. “Hasta donde sé, nadie va a la guerra a caballo; ahora, por lo menos”, dice, mientras ataca la medialuna.

Reconozco que la idea rebosa de idealismo romántico, de desconocimiento experiencial, de cualquier raciocinio posible. Dulce bellum inexpertis, decía Píndaro. Y lo digo yo, con el primer sorbo de café. Antes del segundo, traduzco. “La guerra es dulce para quien no la experimenta”.

“Exacto”, me dice ella. “No soportarías un segundo en el ejército, cumpliendo órdenes, entrenando. Vos, ¡tan pequebú! Pelito largo y desaliñe intelectualoide”. Me mira esperando reacción. Tienen razón, ella y Píndaro.

La charla se explaya sobre lo militar, sobre los militares, sobre la batalla, la guerra, y sobre la total y absoluta ruptura que existe entre mi persona y lo castrense. Tengo que seguir dando la razón, pero mi genio viene a la ayuda, como Séptimo de caballería.

“¿Está rica la medialuna?”, pregunto. “Sí, muy”, responde. “Bueno, todas las medialunas que has comido, esta que estas comiendo y todas las que comerás, se las debés a cinco mil jinetes polacos”.

Me mira. No pregunta el porqué, se limita a decir un “a ver”, con cara de estudiante que tiene que soportar un relato más del profesor de historia. Se lo voy a contar, a pesar de esa expresión. Los datos inútiles deben salir a la luz, al menos para limpiar un poco el disco duro.

Viajemos a Viena

Le pido que me acompañe a Viena, en el siglo XVII. La capital austríaca es el mayor punto estratégico del este europeo. Domina el comercio del Danubio y cumple la doble función de puerta y escudo a los Balcanes, en esa época bajo el dominio turco. El Imperio Otomano no deja de presionar hacia el corazón de Europa y sabe que el primer e ineludible paso es capturar Viena.

En el siglo XVI, el sitio a la capital austríaca termina con la derrota turca, luego de una defensa heroica de los vieneses. Hay que esperar hasta 1684, cuando el emperador Mehmed II marcha desde Belgrado hasta Viena con 150 mil soldados turcos, a los que se sumarán en las inmediaciones de la ciudad otros 50 mil efectivos de procedencia húngara y balcánica.

Mehmed confía en que sus cañones y bombardas derriben la muralla en poco tiempo. El clima acude en ayuda de los sitiados y comienza una lluvia que no cesa por dos semanas, y que humedece la pólvora y la vuelve inútil.

El emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Leopoldo I, pidió ayuda al mundo cristiano. Sólo llegaron a Viena algunos tercios españoles, efectivos de la guardia suiza del Vaticano y una promesa de la mancomunidad polaco-lituana de acudir con un ejército de 30 mil hombres.

Todos los días, desde el palacio de Belvedere, Leopoldo mira hacia la colina de Khalenberg con la esperanza de ver aparecer esas tropas. Mehmed no va a esperar que la pólvora se seque; convoca a su cuerpo de zapadores y les ordena cavar un túnel bajo la muralla con el fin de hacerla caer con varias cargas de explosivos.

El trabajo dura dos meses. Los vieneses desconocen esa excavación, aunque la relativa tranquilidad de las tropas turcas indica que algo malo está por suceder. El 12 de septiembre de 1684, el ejército otomano se forma para asaltar la ciudad. Húngaros y balcánicos al frente, mamelucos turcos en los flancos derecho e izquierdo y, en el centro, la flor y la nata del ejército turco: los temibles jenízaros. Se escucha una explosión. Una sección de la muralla cede, aunque no alcanza a caer. Las bombardas se aprestan para terminar el trabajo, pero suena, a lo lejos, un estruendo de trompetas.

Golpe brutal

Leopoldo sube a toda prisa al mirador más alto del palacio. Al fin, en la loma de la colina de Khalenberg, el ejército polaco-lituano aparece como un milagro del Señor. Al frente, cinco mil húsares, comandados por el mismísimo rey, Juan III Sobieski. Le basta al rey mirar el campo un segundo para levantar su espada y ordenar una carga sobre el flanco izquierdo del ejército otomano. Cinco mil húsares descienden sobre los turcos. El golpe es brutal.

En media hora, el ejército invasor ha perdido 30 mil hombres, y los húsares, tan sólo 170. Cuando los jenízaros pueden maniobrar para ponerse frente a la caballería polaca, la batalla ya está decidida. Los sitiados salen de la ciudad y en poco tiempo arrasarán con las tropas húngaro-balcánicas. Para evitar el desastre total, los generales turcos ordenan la retirada. Todos ellos morirán menos de dos meses después bajo el hacha del verdugo, allá en Estambul.

“Ah”, me dice ella con la irónica cara de ¡qué interesante! Pregunta si los húsares llevaban medialunas y si festejaron mojándolas en café turco.

“No”, le digo.

Cuando Juan III Sobieski entró en Viena, fue aclamado como salvador de la cristiandad. El mismo Leopoldo le hizo una reverencia. El archiobispo de Austria le dice que antes de que llegara al palacio partieron emisarios al Vaticano a pedir su beatitud. El rey polaco, en un gesto de humildad y contrición cristiana, le responde: Vini, vidi, Deus vincit.

En los festejos, los maestros panaderos de Viena, en una burla para ingerir el símbolo turco, hacen panes dulces con forma de medialuna. Por eso le debés el gusto a cinco mil jinetes polacos.

De yapa, le cuento que J. R. R. Tolkien se inspiró en el sitio de Viena para relatar la batalla de Minas Tirith.

“Tampoco es que me vuelva loca la medialuna. ¿Algo más que les deba a los polacos?”, pregunta, acentuando la postura irónica que tiene desde que empezamos a desayunar.

Pienso en Copérnico, en Chopin, en Marie Curie, en Polanski –sí, también en Polanski–, incluso pienso en Wojtyla. Pienso en la carga de caballería polaca contra el regimiento blindado de granaderos alemanes, en 1939. La última carga de caballería de la historia. Pienso en todo eso, pero digo, tranquilo y mordiendo mi croissant: “No, nada más”.

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